Por: Josman Espinosa Gómez

En la era contemporánea, la imagen corporal ha cobrado una relevancia desproporcionada en la percepción del bienestar personal. Las dietas, entendidas como planes restrictivos de alimentación para perder peso, se han convertido en un fenómeno masivo que trasciende culturas, edades y géneros. Desde revistas hasta redes sociales, el mensaje es constante: para ser feliz, saludable y exitoso, hay que estar delgado. Sin embargo, detrás del aparente deseo de salud se esconde un fenómeno complejo que afecta no solo al cuerpo, sino, en gran medida, a la mente.

Numerosos estudios en psicología, neurociencia y nutrición han revelado que el estar constantemente a dieta puede tener un impacto significativo en nuestro estado mental. Más allá de los beneficios físicos esperados —que muchas veces no se sostienen en el tiempo—, el costo emocional y psicológico puede ser alto: ansiedad, culpa, irritabilidad, trastornos de la alimentación y una relación disfuncional con la comida y con uno mismo. En esta columna, exploraremos cómo afecta el estar a dieta en nuestro estado mental, por qué sucede y qué alternativas existen para alcanzar un bienestar integral sin sacrificar la salud mental.

1. El cerebro bajo restricción calórica

Cuando una persona inicia una dieta restrictiva, el cuerpo interpreta la reducción de calorías como una señal de alerta. Desde una perspectiva evolutiva, esto activa mecanismos de supervivencia. El hipotálamo, una región cerebral encargada de regular el hambre y el metabolismo, comienza a enviar señales de apetito más intensas. Al mismo tiempo, se eleva la producción de grelina (la hormona del hambre) y disminuyen los niveles de leptina (la hormona de la saciedad), generando un estado constante de insatisfacción y necesidad.

A nivel emocional, esto se traduce en irritabilidad, dificultad para concentrarse, impulsividad y cambios de humor. Las personas que están a dieta suelen experimentar una menor tolerancia al estrés y una sensación de privación que se arrastra a otras áreas de la vida. Lo que comienza como un plan para sentirse mejor físicamente, puede terminar afectando la autoestima, la motivación y la estabilidad emocional.

2. La trampa de la “buena conducta alimentaria”

Muchas dietas se sustentan en una lógica dicotómica de “bueno vs. malo”: hay alimentos permitidos y alimentos prohibidos. Este pensamiento polarizado se traslada rápidamente al ámbito emocional. Si la persona se mantiene dentro de los límites de la dieta, se siente bien consigo misma; pero si cede ante un antojo, la culpa aparece con fuerza. Se desarrolla una asociación emocional entre comida y moralidad: comer mucho es “fallar”, controlarse es “triunfar”.

Este ciclo refuerza un estado constante de vigilancia y autoevaluación negativa. Se internaliza la idea de que el valor personal depende del peso corporal o del cumplimiento del plan alimenticio. El resultado es un aumento en la autocrítica, la ansiedad anticipatoria frente a situaciones sociales (como reuniones con comida), y una desconexión progresiva de las señales internas de hambre y saciedad.

3. Dieta, ansiedad y depresión

Diversas investigaciones han vinculado el estar a dieta con el desarrollo o agravamiento de trastornos del estado de ánimo, especialmente ansiedad y depresión. Un estudio publicado en la revista *Appetite* encontró que las personas que hacían dietas frecuentes presentaban niveles más altos de síntomas depresivos que aquellas que no restringían su alimentación.

La privación calórica y la presión social por mantener un cuerpo ideal generan un estrés constante. Esta carga emocional puede desembocar en episodios de atracones seguidos de culpa, conocidos como «alimentación emocional». Asimismo, la pérdida de placer en comer, la disminución de energía y la frustración por los resultados no obtenidos contribuyen a un deterioro del estado anímico.

En algunos casos, la dieta puede ser la puerta de entrada a trastornos de la conducta alimentaria como la anorexia nerviosa o la bulimia. Lo paradójico es que, en nombre de la salud, se puede desencadenar un profundo malestar psicológico que requiere atención clínica.

4. La presión cultural y el cuerpo como proyecto

La dieta no ocurre en el vacío. Está inmersa en un contexto sociocultural que promueve ideales estéticos inalcanzables. Las redes sociales, los medios de comunicación y la industria del bienestar han construido una narrativa donde el cuerpo delgado es sinónimo de disciplina, éxito y aceptación. Esto genera una presión constante por moldear el cuerpo como si fuera un proyecto interminable que requiere esfuerzo, sacrificio y control

Esta visión genera un estado de insatisfacción crónica. Incluso cuando se alcanza el peso deseado, rara vez se experimenta una verdadera paz corporal. Siempre hay un nuevo objetivo, una nueva dieta, una nueva mejora. Este perfeccionismo corporal se refleja en el deterioro de la autoestima y en la dificultad para conectar con el cuerpo desde la aceptación, el respeto y el autocuidado.

5. Alimentación intuitiva: una alternativa psicológicamente saludable

Frente al impacto negativo de las dietas restrictivas, ha surgido un enfoque alternativo basado en la alimentación intuitiva. Esta perspectiva, desarrollada por las nutricionistas Evelyn Tribole y Elyse Resch, propone reconectar con las señales internas del cuerpo para decidir cuándo, qué y cuánto comer. En lugar de reglas externas, se promueve la escucha activa del hambre, la saciedad y el placer.

Desde la psicología, este enfoque se alinea con prácticas de *mindfulness* y autocompasión. Numerosos estudios han demostrado que la alimentación intuitiva se asocia con menores niveles de trastornos alimentarios, mayor autoestima, menor ansiedad y una relación más sana con la comida. Además, al no enfocarse en el peso como resultado principal, se reduce el estrés asociado al cuerpo y se fomenta un bienestar más sostenible.

6. El papel del acompañamiento psicológico

Dado que la relación con la comida es compleja y está profundamente ligada a aspectos emocionales, identitarios y culturales, muchas veces requiere un acompañamiento interdisciplinario. Psicólogos, nutricionistas y terapeutas pueden trabajar conjuntamente para ayudar a las personas a construir una relación más saludable con su cuerpo y su alimentación.

La terapia cognitivo-conductual, por ejemplo, ha mostrado eficacia en el tratamiento de pensamientos disfuncionales asociados a la comida, así como en la mejora de la autoimagen corporal. Del mismo modo, la terapia centrada en la aceptación y el compromiso (ACT) puede ayudar a identificar los valores personales que guían una alimentación consciente, más allá de las imposiciones externas.

Estar a dieta no es solo una decisión alimentaria; es un fenómeno psicológico con profundas repercusiones emocionales y mentales. Lo que inicia como un intento de mejorar la salud o la apariencia, puede convertirse en una fuente de estrés, ansiedad, culpa y sufrimiento. Las dietas restrictivas, especialmente aquellas que se repiten cíclicamente o se imponen bajo presión social, afectan negativamente la relación con la comida, con el cuerpo y con uno mismo.

La evidencia científica es clara: el enfoque tradicional de las dietas no solo suele fracasar a largo plazo, sino que puede deteriorar la salud mental. Por eso, es urgente repensar nuestras prácticas alimentarias desde un paradigma más integral, que incluya el bienestar emocional, la diversidad corporal y el respeto por las señales del cuerpo.

Adoptar una alimentación intuitiva, cuestionar los mandatos estéticos y buscar apoyo psicológico cuando sea necesario, son pasos esenciales hacia una salud genuina y sostenible. Comer no debería ser una batalla, sino una forma de nutrirnos con placer, conciencia y equilibrio.

Sugerencias

1. Replantear el objetivo de la dieta: En lugar de centrarse exclusivamente en la pérdida de peso, enfocar los cambios alimenticios como una forma de mejorar la energía, la salud metabólica o la relación con la comida.

2. Escuchar al cuerpo: Practicar la alimentación intuitiva permite reconocer el hambre real, la saciedad y el placer sin culpa. Esta práctica favorece una mejor autorregulación y conexión con las necesidades reales del cuerpo.

3. Identificar patrones emocionales: Muchas veces se come por ansiedad, aburrimiento o tristeza. Llevar un registro emocional de la alimentación puede ayudar a identificar desencadenantes psicológicos y buscar otras formas de regular las emociones.

4. Evitar el lenguaje moral sobre la comida: No existen alimentos «buenos» o «malos», sino contextos y cantidades. Usar un lenguaje neutral ayuda a desactivar la culpa y promueve una relación más amable con la comida.

5. Cuidar la salud mental durante procesos de cambio corporal: Si se elige modificar la alimentación, es importante hacerlo acompañado de un profesional que contemple tanto el aspecto físico como emocional del proceso.

6. Limitar la exposición a mensajes tóxicos en redes sociales: Curar el contenido que se consume puede reducir la presión estética y fomentar una imagen corporal más saludable y realista.

7. Buscar ayuda profesional: Psicólogos clínicos y terapeutas especializados en alimentación pueden ayudar a sanar una relación conflictiva con la comida. La salud mental también se alimenta.

8. Fomentar el autocuidado desde la aceptación: No es necesario amar cada parte del cuerpo para respetarlo. Practicar la gratitud hacia lo que el cuerpo hace por nosotros es un paso hacia una relación más compasiva.

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