Agustín del Castillo

Aquila, junio de 2004. Michoacán, y todo México, están aparentemente en paz. Faltan dos y medio años para el michoacanazo de diciembre de 2006, la guerra contra el narco del presidente Felipe Calderón. Pero entre los nahuas de la costa del estado, la violencia late, como ha sido de forma constante, desde hace más de un siglo.

“Si nos unimos todos los comuneros y avecindados de Pómaro, en una sola noche acabamos con los de Coire”, advierte irritado Narciso Méndez. Se pone el sol en la cabecera de Aquila, sitiada por el calor. En el fresco zaguán de una casa de huéspedes, dos nahuas -llegaron a la cabecera en una comisión- hablan de los abusos de la comunidad vecina, que en su versión les ha invadido 1,500 hectáreas sin consideraciones al parentesco de etnia. Aunque a lo mejor ni es para tanto, “pues los que  fundaron los coires venían huyendo de Guatemala hace como 200 años, tenían fama de malandrines”, agrega sarcástico su hermano Eleuterio, el profesor de la familia Méndez Cruz, oriunda de Cachán de Echeverría.

Es el aislamiento, es la tenencia de la tierra, es la pobreza, es una carretera mal vigilada, es una cultura de depredación natural y de ilegalidad. Lo cierto es que este litoral ya vio pasar peores años  de violencia -nadie imagina lo que pasará apenas cinco años después-; cuando la ruta estaba en poder del crimen organizado, que imponía su ley aun sobre las policías. “En una ocasión asaltaron a los de la federal, los dejaron enchilados, pero limpios”, recuerda un lugareño de Maruata, el paraíso de los “mochileros”, como los indígenas llaman a los paseantes que con poco dinero acuden a pasear y a reventarse al suave y famoso arenal que contiene los ímpetus de un tibio y espumoso mar azul.

Aquila posee más de la mitad de las playas michoacanas, perceptibles desde el serpeante camino asfaltado que ofrece panoramas arrobadores. Los escasos desarrollos turísticos, sin embargo, son testimonio de la resistencia de los pueblos nahuas a recibir la inversión privada. Por eso el abandono, la fuerte presencia de la economía de los estupefacientes, las invasiones de tierras, la acelerada sustitución de la selva seca por zonas de cultivo y la desaparición gradual de fauna silvestre a favor de la ganadería extensiva. Los mismos naturales tienen que padecerse. Las comunidades de Pómaro y Ostula tienen conflictos cada día más graves con Coire, a cuyos líderes acusan de mover los linderos que “generosamente” les cedieron desde 1916 para que tuvieran tierras. Hay también numerosos pleitos con particulares: los de Ostula reclaman 800 hectáreas supuestamente invadidas por 27 parvifundistas, y han manifestado su inconformidad machete en mano por la carretera.

COSTA MICHOACÁN

No obstante, la idea no es la lucha fratricida, si bien los pomareños aseguran tener ya tres muertos por el lío con Coire, hechos en los que “nunca hubo justicia”. El profesor de primaria es prudente:  “Sólo queremos que dejen de invadirnos tierras, que respeten lo de cada comunidad para vivir en paz”. Los coires son “villanos favoritos” entre los naturales. Dicen que seguido se agarran a balazos con “terratenientes”, lo cual, a juicio de sus detractores, prueba que son conflictivos. “Los hemos tolerado mucho, hay planos legales y ellos quieren mover las mojoneras; deben ponerles ya un alto”, subraya don Narciso.

Pero los indígenas señalan a un enemigo mayor: el capital privado que desde la apertura de la carretera, en 1982, presiona con apoyo gubernamental para expropiar las playas o asociarse con las comunidades. “La primera vez fue con Salinas [de Gortari], en 1990; el gobernador Martínez Villicaña mandó  un coordinador regional para poner proyectos productivos, para praderas; también ofreció diez cabezas de ganado por comunero, meter agua y luz y otros servicios, porque querían 500 hectáreas y contaban supuestamente con el apoyo del comisariado de Pómaro […] cuando se llevó a la asamblea, la mayoría dijimos: la tierra no se vende…”.

Don Eleuterio menciona la segunda intentona, a partir de 1996, en el gobierno presidencial de Ernesto Zedillo. “Convencieron al comisariado de Coire, se lo llevaron a ver unas cabañas en Mazatlán y le dijeron que los indígenas nos íbamos a beneficiar porque habría trabajo de barrenderos y jardineros […]  pero el comisariado dijo que había que consultar a las asambleas, movilizar a los comuneros y obtener 75 por ciento de votos; el empresario, creo que era italiano, ofreció dinero para movilizarnos y convencernos. Nunca se hizo, porque sabían que no se les iba a apoyar”.

Lo que desean los pueblos indios es desarrollo, pero con sus reglas. “Proyectos pequeños para impulsar el turismo, pero manejados por nosotros, o proyectos de otro tipo, porque lo que está sucediendo es que muchos compañeros le entran a la madera clandestina porque no hay empleos, y también por eso se acaba el patrimonio, la selva”, secunda Narciso.

No han conocido la prosperidad en términos modernos. “Antes de la carretera, matar animales como tigres, leones, leoncillos era una fuente de trabajo, te daban como mil o mil quinientos pesos por piel […] hace un año un amigo vio un jaguar y lo quiso matar, pero le dio pena, de tan bonito y tan escaso…”.

Con los narcos, sobre todo en los 70 y los 80 del siglo XX,  sí hubo auge. “Todo mundo traía 400 mil, 600 mil, un millón de pesos; parece que daban permiso para sembrar, era muy descarado. Ahora  decayó el precio de la droga, ya es menos, aunque la matanza en un rancho cerca de Aquila [en 2002] le dio fama [mala] otra vez a la zona”, comenta Alfonso Godínez, regidor de Aquila.

Tres años después, la descomposición de la paz sería completa, y en menos de una década se vería el surgimiento de las guardias comunales, las autodefensas. Esta primer pincelada permite conocer el periodo inmediato anterior. Sin embargo, las raíces de los conflictos también son centenarias.

DESLIZAMIENTO DE RANCHEROS

Entre el siglo XIX y el XX, muchas regiones indias de México reciben a nuevos inquilinos, que de forma sigilosa penetran sus territorios bajo el amparo de leyes contra “manos muertas”. Pero a diferencia de los latifundistas, estos rancheros suelen llegar a acuerdos con los comuneros para avecindarse e incluso adquirir, en renta, parcelas pequeñas. El tema es históricamente relevante porque incluso muchos ejidos nacerán de esos rancheros que buscan en lugares remotos el acceso a la propiedad que en sus lugares de origen se les niega, sea por los grandes finqueros, o sea por la sobrepoblación y el mimnufundio (caso emblemático de Los Altos de Jalisco). Los conflictos persistentes entre wixárikas y mestizos en Huajimic son un ejemplo actual. En la costa de Michoacán, es raíz de las disputas actuales.

“La idea de un movimiento sigiloso, espontáneo y por cuenta propia, que pretende pasar inadvertido, como si tuviese un cierto grado de clandestinidad, es lo que aquí se asocia con la palabra ‘deslizamiento’. En cuanto a los rancheros, se trata de aquellos hombres que se han socializado en el apartado mundo de los ranchos, bajo las pautas culturales y el sistema de valores acuñados por las peculiares sociedades rancheras a lo largo de los procesos interconectados de conquista, colonización, poblamiento e integración territorial de México […] Su continua actuación –e interacción con latifundistas, instituciones estatales y eclesiásticas, por una parte, y con comunidades indígenas y ejidales, por la otra– ha sido marginal, periférica y, por ende, poco conocida. En tal sentido, pueden identificarse muchos casos de deslizamiento de miembros de estas sociedades, casos que reportan un mismo patrón: van desde puntos que podemos denominar ‘cunas’ de socialización ranchera hacia franjas pioneras con frentes más o menos activos, estableciendo en sus escalas intermedias verdaderos ‘santuarios’ que han quedado al margen de la red carretera nacional y del conocimiento de gran parte de las instituciones mexicanas”, señala Esteban Barragán López, autor de una obra capital en el entendimiento de ese proceso: Con un pie en el estribo, formación y deslizamiento de las sociedades rancheras en la construcción del México moderno (1997, El Colegio de Michoacán-red Neruda).

En un texto específico sobre el proceso en la costa nahua, detalla: “el deslizamiento de los rancheros al que me voy a referir es muy probablemente el más amplio en el occidente de México. Hilvanando las referencias de varios estudios realizados en los distintos tramos del corredor construido por los rancheros en su avance del centro-occidente hacia la Sierra Madre del Sur, resalta esa progresión lenta y difusa que desde finales del siglo XVIII, sobre todo en el XIX y la primera mitad del XX –sin desistir en su empeño hasta nuestros días–, se lleva a cabo a través de generaciones, por la ampliación progresiva del territorio donde actúa la familia extensa mestiza, y por las migraciones sucesivas de los hijos y nietos. Estas olas humanas intermitentes empiezan desde San Luis Potosí y los Altos de Jalisco (principal cuna de socialización ranchera), bordean El Bajío, ocupan los estrechos valles intermontanos, las mesetas y las serranías de las inmediaciones de Jalisco y Michoacán (que han quedado como ‘santuarios’ rancheros), para continuar franqueando las tierras calientes, trepar a la Sierra Madre del Sur (franja pionera) y desvanecerse hacia la costa (frente pionero activo todavía a finales del siglo XX)”, señala.

Las motivaciones y los mecanismos de los rancheros “para efectuar este deslizamiento hacia y en la sierra, al lado de los latifundistas y a costa de las comunidades indígenas ahí asentadas, es el tema central […] el origen de cada desplazamiento parece ser siempre el mismo: la esperanza de superar los problemas que localmente crea la presión sobre la tierra y las pocas perspectivas que ofrece el lugar de origen; de ahí la disposición de escalar las montañas con el fin de lograr un ascenso en la escala social cuando éste se vuelve inalcanzable en el lugar donde vivían. Es un movimiento hacia la periferia en busca de una forma de vida tradicional que el cambio va arruinando en el centro. El movimiento se inscribe también en una continuidad plurisecular: todas las áreas de procedencia de estas olas migratorias, en distintos momentos habían sido zonas de frontera durante la expansión española del centro del país hacia el norte y el oeste”.

Más significativamente, “todas las zonas por donde se fueron conectando estos corredores geográficos eran espacios donde los grupos indígenas no existían –oficialmente–, ya que habían sido expulsados a regiones marginales o congregados en pueblos y rápidamente culturizados. Como resultado, para el siglo XIX, en el corredor ranchero de referencia (cunas como los Altos de Jalisco, santuarios como los encontrados en las sierras de Jalisco-Michoacán, y franjas pioneras localizadas en la Sierra Madre del Sur) había relativamente pocas y desprotegidas comunidades indígenas, llegando a predominar las haciendas en importancia y los ranchos en número”.

A lo largo y ancho de este gran corredor, “las haciendas ocupaban las fértiles tierras bajas de zonas como El Bajío, el valle de Zamora y cuanto valle hubiese en su camino, por estrecho que fuera; los ranchos aparecían cada vez con mayor frecuencia, conforme transcurría ese siglo XIX, en mesetas y lomeríos, como en la región de Los Altos de Jalisco y en la mesa del Juruneo (entre Jalisco y Michoacán); luego, con mayor permanencia y nitidez, en las vertientes sureñas del Eje Volcánico, como en las sierras del Tigre y del Halo en Jalisco, o en las laderas desde donde se balconean los valles calientes de los ríos Tepalcatepec y Balsas, en Michoacán”.

Agrega: “bajo la influencia de las ciudades y de los pueblos mineros de dentro y fuera de ese ancho corredor ranchero, el área sostenía una considerable actividad comercial, la cual se manifestaba en extensas redes de comunicación por caminos reales y de herradura y en el surgimiento de grandes centros mercantiles en lugares tales como Tamazula (Jalisco) y Cotija y Zamora (Michoacán). Las redes que se constituyeron a partir de estas ciudades y de las regiones rancheras cercanas mantenían a las haciendas bajo su zona de influencia. Las haciendas, por carecer de comunidades indígenas cercanas como fuente de mano de obra, contaban principalmente con aparceros, arrendatarios, jornaleros e inclusive con muchos trabajadores migrantes; mientras que los ranchos y los negocios dedicados al comercio (cuyos dueños generalmente también tenían o habían tenido ranchos), dependían en gran parte de la mano de obra familiar”.

La clave para entender la particular atracción que ejercían este y otros puntos de colonización similares en las gentes de las áreas de procedencia, “radica en la manera como las transformaciones generales asociadas con el porfiriato produjeron cambios específicos en la economía local. Estos cambios no sólo fueron dramáticos en cuanto a la polarización social que engendraban, sino que además ofrecían la clase de oportunidades que la gente de las áreas de procedencia estaba buscando. Para ellas, estas franjas iban dejando de ser áreas marginadas y estancadas y pasaban a ser una tierra de promesas. Avanzadas de corta, de mediana y de larga distancia, seguidas de olas migratorias, se ven confluir y fundirse en estos espacios durante largos periodos. El objetivo es el mismo para todos: mejorar su condición, ganar casta social, ser tomados en cuenta, volverse terratenientes (González, 1968:94). Los mecanismos son impredecibles y resultan variados. La violencia no está ausente, pero tampoco es sistemática. Por un lado, la violencia se reconoce como un fuerte componente de las sociedades rancheras: la posesión de armas de fuego, al igual que el caballo, la tierra y el ganado, son símbolos de status social. El aislamiento, el hecho de radicar en tierras de frágiles murallas en contra del reino de la fuerza bruta, donde no se aplican otras leyes que las de la palabra dada y del honor, obliga a menudo a sus moradores a defender sus pertenencias y a “resolver” sus conflictos con el arma en la mano. Esta carga cultural no augura ningún buen vecindaje de los rancheros para las comunidades indígenas. Sin embargo, estos procesos ponen en contacto a indígenas con rancheros pobres que, en su mayoría, se vieron en la obligación de abandonar sus moradas anteriores”.

En una primera etapa al menos, “estos rancheros no gozaban frente a los indígenas de ninguna relación de fuerza favorable. Como delgado escudo y efectiva ‘bisagra’ entre dos mundos opuestos, el de los latifundistas al que va adherido y el de las comunidades indígenas al que se adhiere después, la sociedad ranchera busca abrir y ensanchar su propio campo a costa del de los otros dos. Su instalación pasa primero por un fino y sigiloso reconocimiento de las condiciones naturales y culturales ahí imperantes. Éstas son las que irán guiando sus pasos en el lento proceso de conquista ordinaria; las coyunturas políticas y económicas marcarán el ritmo”.

CÓMO LOS RANCHEROS SE APODERARON DE COALCOMÁN

De este modo, en la comunidad indígena de Coalcomán, “veinte años de ‘ventas’ de lotes efectuadas por los indios, como consecuencia de la aplicación local de las leyes de desamortización, a inmigrantes provenientes del norte del eje volcánico y de sus vertientes del suroeste, debilitan hasta su posterior aniquilamiento a la comunidad, en tanto que se establecen latifundios que luego se van desagregando en ranchos”.

Similar al poblamiento de otras sierras de ocupación mestiza, “la ocupación de la sierra de Coalcomán no se efectuó en forma homogénea y simultánea. En realidad, las mejores tierras, las del valle de Coalcomán, estaban ya invadidas de facto antes del reparto de las tierras comunales indivisas (efectuado en 1871), y fueron compradas inmediatamente por sus miembros ocupantes”.

La migración ranchera fue de corta, media y larga distancia; “en la primera, se trata de inmigrantes de los municipios cercanos al de Aguililla –Sierra Madre del Sur– […]; los de media distancia venían de los municipios de Jilotlán y Pihuamo en la sierra del Halo, Jalisco; los inmigrantes de larga distancia eran principalmente de las áreas de Zamora y de Cotija, pero no únicamente de éstas, pues mucha gente llegó también de Tamazula –en las planicies del sureste de Jalisco–, Penjamillo y La Piedad –en el Bajío–, parte norte de Michoacán y sur de Guanajuato, así como de Los Altos de Jalisco. En términos más generales, la gran mayoría provenía de una región amplia pero claramente delimitada que empieza en El Bajío sureño en Guanajuato, pasa por el norte de Michoacán, la región de Los Altos y las sierras del Tigre y del Halo, y termina en las planicies del sureste de Jalisco”.

Era normal “que cualquier familia indígena, sin otro capital que un machete y una coa, y además obligada a pagar impuestos sobre su terreno, no pudiera defenderse de una familia de inmigrantes que disponía de un pequeño peculio, aunque modesto (un arado, algunas cabezas de ganado, etc.), suficiente para apoderarse de la parcela distribuida a la familia indígena. Rápidamente compra las parcelas, a precios irrisorios, el grupo de mestizos radicados en Coalcomán, reforzado por los inmigrantes cada vez más numerosos”.

Reproduce un testimonio de un agricultor de San José de la Montaña: “El padre de mi abuelo había comprado una parte de la comunidad de Coalcomán. Eran miles de hectáreas que le cedieron a cambio de un espejo […] el abuelo de Pablo se radicó aquí al final del otro siglo porque les compró a los indígenas. Les gustaba mucho el alcohol”.

La porción más grande de las tierras comunales indivisas pasó de estas maneras a manos de familias inmigradas durante los primeros años posteriores a la repartición individual de los lotes. Las últimas ventas de los lotes aparecen en los archivos en 1891. Finalmente la comunidad indígena es aniquilada en la masacre de Camichines, perpetrada por los grandes terratenientes coludidos con autoridades locales en los primeros años del siglo XX.

En 1988, Salvador Díaz, agricultor local, dio el siguiente testimonio: “a principios del siglo don Antonio Pallares y el prefecto Merced García un día se fueron con la ‘acordada’ a sacar a los indios de las tierras de Camichines… unos salieron huyendo para los cerros, pero a la mayoría los mataron porque se negaban a salirse de las tierras que decían que eran suyas y que también alegaba don Antonio que eran de él… eso fue lo que pasó aquí, mataron a los indios para quitarles las tierras”.

Con las coyunturas políticas de los tiempos y una alta dosis de mañas rancheras, los principales territorios indígenas de Coalcomán pasan a ampliar latifundios que posteriormente se van desagregando en ranchos hasta que éstos llegan a dominar el sistema agrario de la sierra. Las inmensas propiedades formadas inmediatamente después de la desamortización en aquella área fueron efímeras. Se transforman en “ranchos” hasta después de un nuevo fraccionamiento y venta de sus partes a otras personas. Muchas de las familias instaladas en la región entre 1870 y 1890 no compraron directamente la tierra a los indígenas, sino a los que llegaron primero y que la habían adquirido desde 1871. Las grandes extensiones acaparadas de esa forma por Antonio Valladares (al suroeste de Coalcomán) y por Antonio Pallares, quince años después de la “adquisición”, fueron vendidas por sus herederos (Sánchez, 1988:78). Esta esuna de las maneras (indirectas) como llega a manos de varios miembros de la sociedad ranchera –hasta entonces arrendatarios, aparceros, vaqueros, arrimados, jinetes errantes, arrieros -comerciantes y pequeños propietarios– las tierras que antes pertenecieron a la comunidad indígena.

El proceso se completó para Coalcomán, pero topó con la fuerte resistencia de las comunidades nahuas costeras: Pómaro, Coire, Ostula. No es casualidad que esos sean espacios de las violencias antiguas y nuevas: la disputa feroz por controlar los territorios entre los cárteles unidos y el Cártel Jalisco Nueva Generación (CJNG), que ha alterado la gobernanza local. Su papel en la protección de intereses mineros, pero más que a la vieja usanza de guardias blancas, similares a la protección de la mafia, es decir, sin derecho a reclamar nada.

VIOLENCIA NORMALIZADA

El investigador Emrique Guerra Manzo, de la Universidad Autónoma Metropolitana, aporta datos de la violencia persistente: “la comunidad de Coire en 1963 hizo llegar al gobierno del estado un acta en la que consignaba la lista de asesinatos cometidos por los vecinos de El Salitre de Estopilas desde la década de 1930, detallaba nombres y circunstancias en que fueron llevados a cabo: en 1935 se cometieron tres asesinatos; en 1937 fueron once; en 1938 dos soldados de una partida que realizaban un recorrido fueron abatidos; en 1940 se asesinó a dos personas, cifra que se repitió en 1941 y 1948; en 1951 solo hubo uno; pero en 1957 y 1958, la cifra fue de dos por año; en 1960 cuatro soldados de una partida militar fueron abatidos y en 1961 la cifra fue de dos homicidios”.

Por su parte,“Ostula también sufría la embestida del crimen organizado, que además de saquear madera de sus tierras, los hacía víctimas de robos, secuestros, desapariciones y extorsiones. Ante la carencia de seguridad, en 2009 sus habitantes decidieron organizar una policía comunitaria y el 29 de junio tomaron las tierras que les habían arrebatado. Establecieron ahí un poblado al que denominaron Xayakalan. Desde entonces se desencadenó una espiral de violencia entre comuneros y pequeños propietarios, aliados con el crimen organizado…”.

Esta comunidad nahua ha podido resistir mucho más los intereses económicos. Por la carretera es común que haya un filtro de seguridad, lo que indica que se ha entrado a tierras de Ostula.

Por esta defensa territorial fueron asesinados 36 comuneros y seis fueron desaparecidos, entre ellos presidentes del Comisariado de Bienes Comunales, responsables de la policía comunitaria y encargados del asentamiento de Xayakalan. Uno de los asesinatos más duros para la comunidad fue el de Don Trinidad de la Cruz, el líder moral por su larga lucha por las tierras. Ese día, 6 de diciembre de 2011, había una asamblea para resolver el conflicto agrario, por lo que estarían representantes de Conflictos Sociales en el Medio Rural. Esta reunión no se efectuó y el conflicto por las tierras continúa, sabiendo que uno de los principales intereses en esta zona es la extracción minera. 

En todos estos asesinatos, la comunidad siempre responsabilizó al crimen organizado, vinculado a los pequeños propietarios de La Placita, La Marina y las autoridades municipales de Aquila, que en ese entonces estaba encabezado por el PRI.

En el 2014, desplazados de la comunidad se aliaron con autodefensas de Chinicuila, Coalcomán, Aquila y otras poblaciones de la Sierra-Costa, de manera que recuperaron el control de la seguridad, logrando detener tanto la extracción ilegal de minerales, madera, como la desaparición y asesinato de pobladores. En lo interno, reorganizaron la policía comunitaria de Santa María Ostula y comenzó un periodo de aparente calma.

En una asamblea comunal de ese mismo año, el líder Cemeí Verdía decía que había recorrido la Sierra Madre del Sur y lo que encontró fue “el destrozo que nos hicieron los criminales, no solo en mi comunidad, porque en Pómaro encontramos minas destrozadas, saqueadas. Tomamos la maquinaria, la decomisamos y la llevamos a la cabecera. Los predios donde se robaron el mineral son Las Playas, el Nuevo y Puerto de Toros, muy cerca de la playa Pichilinguillo”.

La presión para desarticular a las autodefensas continuaba en todo Michoacán y particularmente en la costa de Michoacán, el Ejército y las autoridades municipales y estatales acosaron al líder de autodefensas de Ostula que estaba nombrado como el coordinador del grupo en todo el municipio de Aquila. En esa incursión, el Ejército mató a un niño y detuvieron a Cemeí Verdía, lo que dio un giro a la historia de la policía comunitaria de Santa María Ostula1.

El encargado de la policía comunitaria de Ostula fue Germán Ramírez, quien posteriormente tuvo el apoyo del presidente municipal de Aquila, José Luis Arteaga, nombrándolo director de Seguridad Pública municipal14. En 2018 lo destituyó el mismo alcalde, pero Germán se mantuvo como responsable de la policía comunitaria de Ostula.

Este 2022 y 2023, la comunidad de Santa María Ostula siente que regresan los patrones de violencia que vivieron en 2011 con Los Templarios. Ahora, dicen, “la guerra contra los pueblos originarios se llama Cártel Jalisco Nueva Generación. Hoy nuestros enemigos siguen siendo los pequeños propietarios de la Placita que siguen intentando robarnos las tierras que hemos recuperado con tanta organización, ellos que convocan al ejército para intentar desalojarnos sin saber que nuestra lucha es mucho más grande que cualquiera de sus intentos. En Santa María Ostula la guerra contra los pueblos originarios se llama minería depredadora, sin embargo hemos resistido a los cárteles y a la minería y los crímenes que se han cometido contra la comunidad”.

La realidad es cada vez más compleja, porque los viejos agravios centenarios nunca fueron completamente resueltos.

Imágenes en Blanco y Negro Marco Antonio Vargas…


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