No son pocos los años que han pasado desde que éramos niñas y sintonizábamos el televisor para apreciar la técnica y la entrega de los deportistas olímpicos. La natación, la gimnasia, los clavados y el nado sincronizado son algunas de las disciplinas que más admiramos.

Apenas iniciabas la secundaria cuando el judo –como sueles decir- te encontró a ti. Llegaste al tatami donde, quizás por primera vez en tu vida, nadie reparó en tu visión disminuida o en el mal funcionamiento del nervio elevador de tu párpado izquierdo. Llegaste a convertirte en una aprendiz más y se te trató como tal, sin diferencias. Te sentiste incluida, cobijada y deseaste hacer camino ahí. Se te ha dado mejor el deporte, mientras que, en mi caso, ha resultado más sencillo mantenerme como espectador. Y desde aquí, a una distancia quizás menos lejana que la del resto de tus seguidores, he podido observarte en tus más de dos décadas como judoka.

Pronto entendiste que el judo iba a requerir más que aquellos ratos que le dedicabas por las tardes. Te exigiría compromiso, disciplina y la adopción de su filosofía en tu propia forma de vida. Probablemente fueron tus primeras derrotas las que te hicieron caer en cuenta del esfuerzo que requerirías para poder subir al podio. Y decidiste seguir trabajando en tu técnica, en tu fuerza, en tu concentración, en tu precisión.

El judo te exigió todo y le has dado todo. No solo le ha exigido a tu cuerpo, que no deja de acumular estragos por su práctica, también demandó de tu economía –y tu creatividad- vendiste dulces, chocolates y demás tanto en casa como en la escuela y hasta en la calle, siempre con la esperanza de poder juntar el dinero necesario para ir a otra competencia a foguearte con las mejores, consciente de que era el único camino para convertirte en la mejor. Te sacó de tu casa, exigiendo una mudanza a la Ciudad de México cuando apenas tenías dieciséis años, para poder dedicarte de lleno a tu formación como judoka, y lo hiciste así, llevando contigo apenas dos maletas, tu empuje y tu sueño. Le ha exigido a tu mente, una y otra vez, para vencer los obstáculos que se han cruzado en tu camino –y que no han sido pocos, ni pequeños- y te ha demandado una entrega 24/7.

Y ese amor que sientes por tu disciplina, que es tu motor, queda en evidencia en cada movimiento que haces en el tatami, te marca el esfuerzo en el rostro, te empuja el cuerpo, te desborda en el júbilo de una victoria y, lo más importante de todo, te enseñó a hacer de cada derrota una catapulta de la que emerges, imparable.

Después de abrazar la plata en Beijing 2008, de todo el dolor que te causó quedar fuera del podio en Londres 2012 y de la gloria de haber hecho sonar el himno nacional mexicano en Río 2016, llegas a Tokio 2020 un año tarde, durante una pandemia que te dejó bastante tiempo fuera de las competencias y mucho más sin los medios adecuados para practicar tu amado judo. Por si fuera poco, el Covid-19 te alcanzó y, además de golpear tu salud, tu concentración y tu estabilidad, puso tu participación Paralímpica en riesgo. Llegas, y nadie mejor que tú sabes el gran mérito que implicó simplemente eso: llegar.

Pero eres Lenia y Tokio 2020 era una de tus metas: pisar el Bodokan, la casa de las artes marciales, en una competencia de este nivel y hacer lo que mejor sabes. No te diste por vencida a pesar de lo devastador que debió haber sido perder tu primer combate, en el que resististe con toda tu alma. Como siempre, y también como nunca, te pusiste de pie y volviste al tatami, a demostrar por qué eres Lenia y por qué tu nombre es la definición del judo para los mexicanos -pues muchos de nosotros ni siquiera sabíamos que existía y aunque ahora no logremos entenderlo en su totalidad, sabemos que el judo eres tú; que eres su mejor embajadora-.

Hace ya dieciséis años que, gracias a ti, en México también soñamos con ippones y añoramos podios que le hagan justicia a la labor que, como judoka, has llevado a cabo durante dos terceras partes de tu vida. Porque solo tú nos detienes la respiración a cada segundo que transcurre en el reloj olímpico y nos haces vibrar y sufrir y emocionarnos y reventar en llanto contigo.

Eres grande Lenia, y quiero ser muy precisa: te has hecho grande. El judogui es tu segunda piel y el tatami es tu territorio. Eres tu propia historia, eres el resultado de tu esfuerzo.

Llegaste a Tokio 2020 y, por si fuera poco, volviste a casa con una medalla al cuello. Orgullosa de darle a tu país una presea más. Y sin importar el color del metal, tu mensaje es ahora más fuerte y claro que nunca: disciplina, inclusión, resiliencia, amor a tu país y una entrega real y comprometida al judo.

¡Gracias Lenia! lo digo como tu hermana, por el privilegio que ha sido compartir mi vida contigo tan de cerca. ¡Gracias Lenia! lo digo como madre que desea formar seres humanos con las virtudes que tú encarnas y que son tan escasas en nuestros días. ¡Gracias Lenia! lo digo como Mexicana, por tu inspiración y ejemplo que trascienden banderas y nacionalidades.

Eres Lenia Ruvalcaba, la leyenda que se sique escribiendo. Y no hay palabras -ni medallas- que alcancen para agradecer todo lo que nos has enseñado.

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