Devenires Cotidianos, por Susana Ruvalcaba

No sé cuántos de ustedes conozcan a Joaquín Sabina. Lo cierto es que en algún momento pensé que la música del andaluz era un gusto de pocos y tanto los años como la vida me han ido demostrando que habemos muchos que disfrutamos su arte-.

Don Joaquín y yo nos conocimos en una cafetería de esas de cadena de las que hay muchas, casi por azar, en mis años de universidad. Estaba ahí, con mi entonces cómplice y mejor amigo, quien por alguna razón me compartió el CD que tocaba en su inseparable discman. La voz de Sabina fue taladrando con ritmo mi cabeza y generándome la más grata emoción. 19 días y 500 Noches fue el álbum con el que Joaquín me ganó el corazón.

Mi amigo al ver mi reacción, me prestó ese CD, que no dejé de tocar por días. Sería entonces apenas el 2002. Tenemos que ir a su concierto, le dije. Casi nunca viene a México, replicó. Poco a poco fui explorando otros de sus temas, más que la música, como ya les he dicho antes, me enamoré de sus letras. De su manera de decir las cosas, del cómo me hacía sentir, tan identificada.

Fue hasta 2006 cuando descubrí que se presentaría en el Auditorio Nacional. Tenía que verlo en concierto, por supuesto, y tenía que ir con Paco. Lo primero implicada hacer el viaje al entonces Distrito Federal. Paco tardó en decidirse a comprar su boleto y encontré en otra amiga el mismo deseo por ese concierto que había en mí, así que planeamos una visita de cinco días a la capital mecana con Sabina por pretexto.

Narré ese concierto canción por canción –junto con el resto de mi visita- en el que fuera entonces mi blog-. Bailé, lloré, reí, canté y grité hasta quedarme afónica. Ese momento de mi vida fue crucial. Unos meses antes había hablado seriamente de planes de boda con mi entonces novio y poco después la relación terminó de una manera triste y dolorosa para mí. Lloré a mares, casi sin darme cuenta cuando el genio de Ubeda cantaba Ahora qué… cambiando la letra: “ahora que casi siempre tengo ganas, de subir a tu ventana y quitarte el antifaz”.

No conforme con la experiencia, dos meses más tarde, hice la fila más larga de mi vida: ocho horas bajo el sol, en la FIL de Guadalajara para poder verle de nuevo en vivo. Para escuchar lo que seguro sería la misma versión del concierto que había dado en el Auditorio Nacional, sólo que esta vez de manera gratuita y nosotros, de pie en aquella explanada. Mi amiga y Paco –quién debido a un esguince se había perdido el concierto en el D.F- compartieron conmigo aquel momento.

Me entusiasmé tanto que cuando Sabina se adentraba a los versos de 19 días y 500 noches –mi canción favorita-, sin reparo alguno me quité el sujetador y lo lancé al escenario. No llegó en primera intensión, pero un alma caritativa que estaba filas delante de mí, completó la misión. Aún recuerdo con cariño la sonrisa pícara de Sabina que tuvo que contener la risa al levantarlo del suelo para poder seguir cantando.

Mi segundo concierto lo vivimos Paco y yo, también en Guadalajara cuando Sabina compartía el escenario con Serrat en la gira Dos Pájaros y un Tiro. La poesía de Sabina en voz de Serrat fue un regalo hermoso, tanto como escuchar a García de Diego cantando A la Orilla de la Chimenea y a Joaquín divirtiéndose al ritmo de No Estaba Muerto.

El español no sólo estrechó mis lazos con mis amigos que lo admiraban sino que además me regaló amigos nuevos. A mi tercer encuentro en concierto con él tuve la suerte de asistir con un amigo que hice en aquella primera visita a la Ciudad de México –con Sabina como excusa-. Él cantó a todo pulmón La Del Pirata Cojo, yo bailé al ritmo de Medias Negras, ambos brindamos con Aves de Paso.

Esta vez Sabina tampoco me decepcionó. A pesar de su reciente operación, mostró el entusiasmo y la entrega de otros conciertos. Una amiga mía, que para el 2010 me había regalado un disco de Sabina para que me hiciera compañía en Estados Unidos mientras cursaba la maestría, fue quien visitó el Auditorio Nacional conmigo este martes atestiguó –y compartió- mi emoción, mi manera de bailar y mis lágrimas al ritmo de Contigo sobre los versos definitivos no me esperes a las doce en el juzgado, no me pidas volvamos a empezar, que me recuerdan la separación por la que atravieso y todo lo que uno quiso que fuera pero no pudo ser.

Se cumplen diez años de nuestro primer encuentro y en sus letras, en sus ritmos, siempre encuentro un refugio, un espejo, un bálsamo, una esperanza o un poquito de limón para ponerlo mi herida. Esta vez también Joaquín me encontró con el corazón roto pero ya sin la necesidad de lanzarme mi ropa interior.

Él no lo sabe, pero es mi amigo. Me ha hecho reír, llorar, bailar. Me ha servido como punto de reflexión, de inspiración. Me ha acompañado en momentos cruciales de mi vida, tristes, alegres, definitorios. Y ha sido un puente con algunos de mis amigos, una puerta con otros. Como son siempre los amigos.

Gracias Joaquín, infinitamente.