Agustín del Castillo

Se va de la presidencia, al menos hay que suponerlo, Andrés Manuel López Obrador, el hombre que tuvo la capacidad de avanzar como nadie en la demolición del orden democrático que los mexicanos construimos a partir de 1994.

Lo hizo por una ruta a medias “conocida” por los ciudadanos, pero muy popular: la de apelar a la nostalgia por un viejo orden que presuntamente era en lo social más incluyente y trajo al mexicano promedio más equilibrios y oportunidades; el orden de antes del cambio democrático, el del estado autocrático del viejo PRI en que se formó, aquel que el odiado por nuestros populistas Mario Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta”, por la diabólica habilidad que tenía de aparentar no serlo (como decía del diablo el gran Giovanni Papini: al aparentar su inexistencia, muchos incautos le bajan la guardia…).

Esto de que el viejo orden era incluyente y permitía la prosperidad aunque fuera a costa de la libertades políticas es una mentira cínica para quien haya estudiado bien ese pasado, con documentos, testimonios serios y mirada lúcida; el autoasumido pastor del pueblo no puede ignorarlo, pero decidió utilizarlo demagógicamente para apelar a un referente que justificara su labor de destrucción (equivalente al “vamos a devolver la grandeza a América” de su amigo Mr. Trump). Su manipulación necesitó complicidades y las encontró no solo en sus normalizadores, ese grupo de políticos, intelectuales y periodistas “neutrales” que han insistido en que el episodio lopezobradorista es solamente un momento diferente en nuestra historia democrática. Es decir, usted no se preocupe, en el peor de los casos seguiremos tan libres y tan precarios como siempre; son costos temporales y hasta podríamos ser una mejor comunidad política con el paso del tiempo, luego de esta sacudida “necesaria”.

Sin embargo, la mayor complicidad con el caudillo nació en aquello que calificó en el siglo XVII el famoso intelectual francés Etienne de la Boètie como “la servidumbre voluntaria”, esto es: “si los habitantes de un país encontraran a algún gran personaje que les hubiera dado pruebas de una gran agudeza para protegerles, una gran osadía para defenderles, un gran cuidado en gobernarles; si a partir de ese momento se aprestan a obedecerle y se fían tanto de él como para concederle ciertos privilegios, no sé si esto sería juicioso, ya que de este modo se le desplaza del lugar en el que hacía el bien para colocarlo en una posición en la que podría hacer el mal, pero realmente no puede dejar de haber bondad en no temer ningún mal de aquel del que se ha recibido el bien […] es la costumbre la que consigue hacernos tragar sin repugnancia el amargo veneno de la servidumbre. La naturaleza del hombre es ser libre y querer serlo; pero también su naturaleza es tal que se pliega naturalmente a lo que la educación le dicta”, señala el agudo amigo de Michel de Montaigne (para leer a este clásico: https://viruseditorial.net/wp-content/uploads/2024/05/discurso-de-la-servidumbre-voluntaria-1.pdf).

La descripción de La Boètie es muy pertinente porque permite reconocer que un político, si está sometido a un marco sólido de contrapesos, puede ser valioso para la democracia aun si lo mueven las pulsiones del poder. Por eso, en las democracias modernas, el sistema es más importante que las personas, pues éstas tenderán a buscar acumular privilegios y decisiones de manera natural, pero el entramado de contrapesos y autonomías impedirá que se salgan con la suya, incluso si se justifican con las mejores intenciones (los estados de excepción y la suspensión de libertades para salvar la república en turno llenan la historia de las democracias a la postre apócrifas, de apariencia). Y esa es la tragedia de México bajo el liderazgo del tabasqueño: los contrapesos no eran sólidos, y los pudo derribar.

LA POPULARIDAD INVENCIBLE

Reconozcamos que el consenso de que ha gozado López Obrador, de inicio a fin de su mandato constitucional, no es poca cosa, considerando que la naturaleza de un gobierno democrático es el desgaste al tomar decisiones necesarias para cumplir proyectos de interés público, que suelen no ser populares, sobre todo en el plazo inmediato. Lo lógico es terminar con la opinión más hacia la baja.

Pero el nativo de Macuspana decidió que ese precio no lo pagaría él, sino su posteridad, y dedicó sus seis años a construir su mito a costa del erario y de los intereses de la república. Hoy entrega el poder a Claudia Sheinbaum con un impresionante 80 por ciento de aprobación… y un brutal déficit fiscal.

Para su éxito, fue clave la construcción de una inmensa red clientelar que movió al votante promedio a apoyar a su sucesora y a sus representantes en el Congreso (la llave para destruir el orden democrático). Eso se resume en lo que el mandario ha presumido constantemente: la entrega de apoyos en efectivo beneficia al menos a tres cuartas partes de las familias mexicanas. ¡Tres cuartas partes! Si contamos en cifras gruesas con unos 34 millones de núcleos familiares (un promedio de cuatro miembros por familia), al menos 27 millones de beneficiaron con la lluvia de dinero proveniente del erario, es decir, de lo recaudado de los impuestos de todos y cada uno de los que leen este texto. 

Así, esto no fue como prender la maquinita de billetes (al menos no, todavía). La enormidad de los recursos fiscales destinados a tejer esta gigantesca red de clientes electorales (facilitada por la devoción que desde siempre los mexicanos sienten ante el poder, más si es carismático, investido misteriosamente, como la realeza o el clero) obligó a reducir los presupuestos para áreas sustantivas del Estado mexicano. Las cifras difundidas por López Obrador hablan de 2.9 billones (¡millones de millones!) de pesos repartidos en efectivo durante seis años, lo que equivale al presupuesto estatal de Jalisco por casi 20 años, a cifras actuales, o casi 12 por ciento del producto interno bruto de 2023. 

Solamente sus “grandes obras” como el Tren Maya, el corredor transistmico o la refinería Dos Bocas, superan ese monto (casi 5 billones de pesos). Los sectores salud, educación, ambiente, infraestructura carretera, y en general todas las ramas del gobierno que tienen relación con los ciudadanos, vivieron horas difíciles por la merma presupuestal. La prioridad del presidente no fue el Estado, sino su imagen. Dificil encontrar una visión caudillista más neoliberal, si consideramos que lo que distingue al neoliberalismo es el debilitamiento del Estado. También pertenece a esa línea ideológica debilitar los bienes públicos y desestructurar las organizaciones sociales con entregas individuales de dinero que desincentivan los acuerdos y las negociaciones al interior de los grupos  (https://www.eleconomista.com.mx/economia/Gasto-en-programas-sociales-prioritarios-crecio-131-en-el-sexenio-de-AMLO-20240731-0051.html).

Como los fieles que agradecen los favores de Dios o la Virgen, millones vieron en “el dinero de López Obrador” la providencial relación del pastor con su pueblo. Un pueblo muy agradecido. No se debe olvidar que el presidente es miembro de una comunidad cristiana evangélica donde el sentido consiste en la presencia de Dios cotidiana, personal, en los fieles redimidos. Hay un tufo de milenarismo: la política redime, regresa  a la gracia para que los adeptos estén preparados para recibir la segunda venida del Salvador. Por eso el apego al líder llega a ser peligroso para cualquier democracia laica y representativa. Una ventaja que el tabasqueño no ha dejado de explotar.

El acierto de fortalecer su proyecto de poder al entregar dinero y colectar agradecimientos fue rotundo: ningún parroquiano cuestiona hoy la muerte de hasta 800 mil personas en exceso, debido a la pandemia de COVID 19. Es como si hubieran tenido que morirse, pese a que el país tuvo el mayor porcentaje de muertes en exceso (por arriba de la tendencia histórica) entre todos los miembros de la Organización Mundial de Comercio (OCDE, por sus siglas en inglés), que agrupa a las naciones con las mayores economías de la Tierra. No fue casualidad que en un momento de sinceridad -o cinismo-, López Obrador declarara que la pandemia le había caído a su gobierno “como anillo al dedo”.

Y si 800 mil muertes no le merman votos, menos los millones que han quedado fuera de los servicios de salud y deben resolver sus problemas con medicina privada. Tampoco las 200 mil muertes violentas de sus seis años, la cifra más alta de la historia mexicana en tiempo de paz, efecto de haber permitido a los grupos criminales -con la pasividad ante sus acciones- apropiarse de al menos un tercio del país. ¿Y los desaparecidos? Borrados literalmente de la relevancia política.

No obstante, ganar la elección en 2024 le era esencial. El costo de incrementar el gasto público para amarrar la elección lo deberá asumir la nueva presidente Sheinbaum. Es un déficit “de 5.9% del Producto Interno Bruto (PIB) que será el más alto registrado al menos desde el año 2000. El precedente más cercano de un déficit superior a 4% del PIB, lo tenía Enrique Peña Nieto, que en 2014 incurrió en un déficit de 4.54% del PIB” (https://www.eleconomista.com.mx/economia/Termina-AMLO-con-el-mayor-deficit-fiscal-en-cuatro-sexenios-20240417-0024.html).

¿El modelo de apoyos directos es sostenible desde lo financiero? Solamente que el país crezca a las tasas prometidas -e incumplidas- de 6 por ciento anual. Y debería amarrarse con una reforma fiscal que el presidente se negó a hacer, nuevamente, en una medida de manual de los gobiernos neoliberales, que buscan no molestar a los más ricos. Los molestó poquito, de acuerdo a sus confesiones recurrentes que da en las Mañaneras: sólo les advirtió que no se fueran a equivocar con apoyar a Xóchitl Gálvez, la candidata opositora. Equivocarse e ir contra “la transformación que ya realiza el pueblo” es pedir cambiar ese modus vivendi que el obradorismo tiene con el poder económico: no te toco pero te disciplinas.

Hay que insistir: a López Obrador no le interesaba fortalecer al Estado. Un Estado profesional, sobrio, riguroso, con servidores públicos que hagan su trabajo con alta eficiencia, se opone a su experiencia personal y a sus intereses, pues le resta poder a los políticos, los intermediarios (traficantes de influencias) del viejo régimen.

Nadie lo ha dicho mejor que Fernando Escalante Gonzalbo: “El Estado revolucionario fue siempre un estado débil. Autoritario, paternalista, entrometido, pero débil. No se notaba esa debilidad, o no resultaba evidente, porque quedaba opacada por el ostentoso poder del presidente de la república -y de gobernadores, diputados-. Pero precisamente ese poder, ese margen de arbitrariedad, porque se trataba de eso, era uno de los síntomas más obvios de la debilidad del Estado. A riesgo de simplificar demasiado, se puede decir con una fórmula: el Estado mexicano era débil porque la clase política era fuerte. Porque la clase política era capaz de mediatizar, condicionar el ejercicio de autoridad del Estado, y negociar el incumplimiento de la ley, como factor de orden político” (Imaginación, violencia y ciudadanía. El tránsito de los derechos humanos en el cambio de siglo. En Informe sobre la democracia mexicana en una época de expectativas rotas, Siglo XXI editores, México, 2017. Versión electrónica: https://archivos.juridicas.unam.mx/www/bjv/libros/11/5095/23.pdf). 

Agrega: “dada esa configuración: Estado débil, clase política fuerte, resulta lógico que el acento estuviese siempre en los derechos económicos y sociales, es decir, en la vía redistributiva, en la oferta material, en particular el reparto agrario, las condiciones laborales, el salario, la educación, la salud (por eso hay calles, plazas, colonias, que se llaman Artículo 123, Artículo 127, Artículo 3). Era el recurso básico de legitimación del régimen. Pero no solo eso. Las formas de organización para el ejercicio colectivo de los derechos económicos eran indispensables como instrumento político: ejidos, sindicatos, corporaciones”.

Aparejado, destaca Escalante Gonzalbo, “hubo siempre un sistema eficaz de protección de derechos civiles, de los derechos de propiedad, mediante el amparo, aunque algunos de ellos, la libertad de expresión por ejemplo, estuviesen mediatizados en la práctica. En términos generales, los que quedaban relegados eran los derechos políticos”.

EL REGRESO DE LOS POLÍTICOS

Entonces, los políticos regresaron como los mediadores, y el Estado vuelve a su debilitamiento crónico. El ciudadano común se despolitiza, abandona la plaza pública y el ejercicio universal de derechos, y retoma las relaciones personales con los políticos que pueden ayudarle a resolver algún entuerto. Al minimizar su participación pública busca no toparse con el brazo de la ley, que es de nuevo, el recurso punitivo de ese viejo sistema político en resurrección.

A eso nos referimos al hablar de una restauración priista, porque eso de separar la política de la economía es una falacia, solo se trastocó la relación: ahora la política manda sobre la economía, el capricho de un presidente define inversiones públicas y privadas. Pero no podemos olvidar que cuando se fue el último gobernante priista que gobernó bajo las premisas del nacionalismo revolucionario, José López Portillo (1976-1982), México rondaba los 70 millones de habitantes, había una clase media muy reducida y los problemas de la pobreza y la exclusión no estaban visibilizados, pero definitivamente eran mayores en términos relativos a los que se tenían en 2018.

Esto nos permite pasar a la segunda gran clave del inmenso éxito del presidente saliente: la narrativa. Se trata de un cuento de autovictimización contra el llamado “neoliberalismo” (que como ya vimos, no se ha ido para nada), que en realidad, refiere básicamente al periodo de democracia defectuosa pero real que se vivió de forma creciente desde Carlos Salinas de Gortari (1989-1994) hasta al menos 2017, con el también priista Enrique Peña Nieto (2012-2018). Y como hemos señalado también, hay que insistir en que muchas veces lo era a pesar del presidente en turno, pues la falta de mayorías absolutas en las cámaras impidió alimentar los sueños de concentración de poder. El sistema, el Estado de Derecho, las instituciones, eran más importantes que las personas, esto es, el prerrequisito esencial de un país democrático.

El éxito de la narrativa obradorista nace de su simplicidad y su persistencia machacona, una suerte de Evangelio incendiario: se construye para apelar al habitante común del país, a sus sueños frustrados, a sus prejuicios, a sus rencores más básicos. El rico siempre es el culpable. El malvado siempre está del lado contrario a nosotros. 

Cuando el presidente dijo en 2018 que si no tomaba la ofensiva y dictaba a los periódicos la agenda en sus conferencias de cada día, le harían “golpe de estado”, en realidad reconocía que ese sería el modo en que prepararía a las audiencias, los futuros electores, para insensibilizarlos ante la pérdida gradual de contrapesos y de espacios autónomos inherentes a la democracia que heredó. De ahí la insistencia sobre la profunda e insalvable corrupción de los servidores públicos; sobre la imposibilidad de una élite económica que solo veía por sus intereses y su avaricia; sobre la claudicación de los periodistas a buscar la verdad, al ser aliados de esas elites de maldad. Aunque un poco de espectáculo de pluralidad es bueno como imagen, aquí está prohibido disentir en serio.

La apuesta fue tan eficaz que hasta a la oposición partidista la tomó por sorpresa. Perplejos ante el atrevimiento creciente del líder del morenismo, de su violación cotidiana del estado de derecho (“no me salgan con que así es la ley”), del abuso de poder inherente a cada acusación presidencial, de la minimización de las tragedias de violencia y opresión a lo largo del país, y de una buena risa de burla que apela a la complicidad del ciudadano de a pie, que advierte con satisfacción un espectáculo inane en el que los ricos también lloran; los hipócritas conservadores son exhibidos y los falsarios muchachos de la prensa son reprendidos por exagerados o por manipuladores, y se les advierte lo que pasa si no se controlan (y vaya que “eso” pasó en mi gremio: 47 periodistas asesinados)

Lo opositores no repararon bien en que la agresividad del discurso de López Obrador y su incendiario ataque a instituciones autónomas, que enfrentaron con marchas y con el bloqueo de iniciativas en el Congreso, ocultó una segunda estrategia bien pensada: la ocupación gradual y silenciosa, con cuadros leales al morenismo, de dos instituciones decisivas: el INE y el tribunal electoral, que a la postre le dieron el triunfo aplastante, hasta la usurpación escandalosa de más de 20 por ciento de los votos para alcanzar mayoría calificada en las cámaras.

Hoy, ese exitoso regreso de la relación de clientela, de complicidades y guiños para obtener privilegios en el negocio, la licitación amañada o el expediente penal atorado (la historia de la “fiscalía autónoma” federal de Alejandro Gertz Manero con todos sus escándalos y su descarado uso para criminalizar opositores, apenas comienza a contarse), lleva a suspender el ejercicio de derechos políticos que tendrían que acudir a las instancias formales (como ese poder Judicial que a nivel federal está en proceso de liquidación), por lo que también se regresa al pasado: minorías ruidosas y acotadas. Ese ruido de fondo, que no se va a ir, y el discurso de aparente tolerancia al disenso que pronunció el presidente en sus conferencias “mañaneras” (que en realidad solo disfraza el uso de las instituciones públicas para intimidar y someter críticos) ayudan a imponer la idea de que la democracia mexicana es real, funcional, y respeta a las minorías y las otras opiniones. La “dictadura perfecta” de Vargas Llosa, pues.

El día de las elecciones, el trámite para formalizar a su sucesora, el 2 de junio pasado, al momento en que se abrieron las casillas, la oposición ya iba perdiendo el partido más de cinco a cero. Pero no se dieron cuenta a tiempo. Nunca creyeron lo lejos a que estaba dispuesto a llegar López Obrador para romper la estructura democrática y mantenerse en el poder.

LA NOSTALGIA, UN SENTIMIENTO REACCIONARIO

Un pasado trágico de derrota y sumisión al orden internacional, a los imperialismos europeos y de Estados Unidos, a los millonarios expoliadores de las metrópolis mundiales, al extraño enemigo que osa penetrar las fronteras de nuestra Arcadia de justicia, moderación, cristianismo primitivo y austero (¿en serio?), y libre de avaricia, ese pecado fundacional del capitalismo, es el producto de venta cotidiano de ese exitoso Og Mandino de la manipulación de masas que ha sido Andrés Manuel López Obrador.

No es un hombre culto ni brillante, pero es hábil como demagogo y ha entendido bien cómo se puede encender la imaginación de los pueblos: con la absurda pero común idea de que “cualquiera tiempo pasado fue mejor” (lo dice Jorge Manrique ya en el siglo XV). No hace falta recordar que en política, la nostalgia siempre es reaccionaria, porque se alimenta de trozos de verdad en medio de un cuento que siempre es modificado para que parezca más hermoso y perfecto que la historia real. El pasado es el territorio de la felicidad. La conciencia, involuntariamente, está dispuesta a comprar versiones edénicas que le permiten afrontar mejor las tribulaciones del presente.

En la tierra de la fantasía del obradorismo, los recuerdos siempre son reelaborados. La memoria se amolda a las necesidades, a las ansiedades, a los deseos. Millones de personas que convalidaron con su voto y su conformismo un régimen abiertamente opuesto a la división de poderes y a las libertades políticas, porque al menos, la gente vivirá bien, como en el pasado previo al periodo “neoliberal”. La mentira es una herramienta no incidental, sino esencial para capturar el alma de los ciudadanos. “La libertad consiste, en primer lugar, en no mentir. Allí donde prolifere la mentira, la tiranía se anuncia o se perpetúa”, dijo con claridad Albert Camus (fuente: https://rebelion.org/la-mentira-destruye-la-democracia/) .

La enorme habilidad del tabasqueño para tejer fantasías y darles cierta verosimilitud temporal ante millones de ciudadanos dispuestos, en realidad, la vestimenta engañosa de sus caprichos e ideas fijas, encontrará el muro de contención en el futuro, esté presente físicamente o no. La historia lo juzgará por los resultados, no por las intenciones. Cuesta trabajo aceptarlo, pero este país de un solo hombre remite a otro López, que gobernó en once ocasiones un México convulso: Antonio López de Santa Anna.

¿Qué pensaría el autor de ese título memorable de la historiografía mexicana sobre el siglo XIX, Enrique González Pedrero, toda vez que López Obrador lo reconoce como su mentor y formador en los cuadros de la política priista de los años sesenta?

«…Pero Antonio López de Santa Anna expropia el sueño mexicano y se vale de él para satisfacer su propio delirio. No va a buscar la forja de la nación ni la consolidación del Estado, ni el bien de la patria ni el fortalecimiento de la república. Va a buscar el poder para sí y va a tratar a la república, a la cosa pública, como Cosa Nostra, como cosa suya. Actuará como caudillo absoluto sintiendo que la soberanía no está en ninguna parte fuera de él mismo. Nadie puede ponerle límites porque su hábito de transgredirlos acaba por convencer a los demás de que para él no existen los límites. No es el jefe de Estado que vela por el cumplimiento de la ley, sino el transgresor que la viola sin cesar. Actúa como lo hace y no de otra manera porque tel est son plaisir: porque tal es su deseo. El deseo desplaza a la ley. Nada lo ata ni lo detiene. Es el sol y el país entero ha de girar a su alrededor. Por eso podrá “negociarlo” a su antojo y mover a todos como sus marionetas. Y casi todos se dejarán mover encandilados en su fascinación: prendidos de la fantasía que convierte a ese hombre, que sólo realiza su propio deseo, en la encarnación del deseo de todos” (El país de un solo hombre: el México de Santa Anna. Enrique González Pedrero, Fondo de Cultura Económica).

El intelectual tabasqueño confiesa en el prólogo de su libro: “en el origen de esta exploración ha estado, esencialmente, el afán de despejar algunas de las perplejidades que me han perseguido obsesivamente a la vez que participaba en la proteica —como Santa Anna— política mexicana. No se me escapa que piso arenas movedizas. La prudencia aconsejaba: ‘Deja a Santa Anna como chivo expiatorio: a los liberales como patriotas sin mácula; a los conservadores como las ranas que piden rey; a los intrusos del norte como los prepotentes que supieron aprovecharse […]’ Es verdad que, una vez que obtuvo el poder, Santa Anna ejerció, sobre todo, la soberanía de sus intuiciones, es decir, su ‘regalada gana’. Pero ¿por qué se le permitió si los asuntos de Estado son materia pública, res publica, y por eso, irrenunciable responsabilidad de todos? Expropiando ‘la voz del pueblo’, Santa Anna expropió ‘la voz de Dios’. Pero ¿dónde estaban todos los demás? ¿Por qué no se lo impidieron? ¿Cómo pudo darse tan perfecta complicidad entre acciones y omisiones: una complicidad que inmovilizó a los mexicanos y convirtió al México de Santa Anna en el país de un solo hombre? Son preguntas incómodas y podría pensarse que vale más no alebrestar a los fantasmas. ¿Acaso no sería más indicado seguir la corriente de tantos hombres prácticos y ahistóricos de estos días que se apresurarían a sugerir: “¡Pero hombre qué ocurrencias! ¡No se preocupe usted! Todo eso fue hace tanto tiempo que ya ni quién se acuerde… Ahora ya no hay problema. Ahora ya sólo el presente cuenta: ¡qué alivio poder proclamar el fin de la historia…”.

ASÍ TERMINAN LAS DEMOCRACIAS

Los juicios, las dudas y las preocupaciones de Enrique González Pedrero resultaron atisbos de una realidad que este país viviría cuatro décadas después con uno de sus discípulos. El estudioso priista no vivió para dar el veredicto sobre su conducta, pero sus escritos permanecen.

“Tal vez la democracia haya sido en la historia un accidente, un breve paréntesis que vuelve a cerrarse ante nuestros ojos. En su sentido moderno, el de una forma de sociedad que consigue conciliar la eficacia del Estado con su legitimidad, su autoridad con la libertad de los individuos, habrá durado algo más de dos siglos, a juzgar por la velocidad con que crecen las fuerzas que tienden a abolirla”, dijo por su parte otro intelectual, éste, francés y liberal, Jean Francois Revel, también finado.

“…la democracia habría podido durar, si hubiera sido el único tipo de organización política en el mundo. Pero congénitamente no está hecha para defenderse de los enemigos que, desde el exterior, aspiran a destruirla: sobre todo […] la variante actual que consigue presentarse como un perfeccionamiento de la democracia misma, aun siendo su negación absoluta. La democracia, por su manera de ser, mira hacia el interior. Por vocación está ocupada en el mejoramiento paciente y realista de la vida en sociedad”, añade en el prologo de un libro famoso que envejeció bastante bien: Cómo terminan las democracias, de 1983.

“…al enemigo exterior, antaño nazi y comunista, cuya energía intelectual y cuyo poder económico están completamente orientados a la destrucción, se añade, para la democracia, el enemigo interior, cuyo lugar está inscrito en sus mismas leyes. Mientras que el totalitarismo liquida todo enemigo interior o pulveriza todo principio de acción de su parte gracias a medios simples e infalibles por antidemocráticos, la democracia no puede defenderse más que con mucha suavidad. El enemigo interior dela democracia juega con ventaja, porque explota el derecho al desacuerdo inherente a la democracia misma. Con habilidad bajo la oposición legítima, bajo la crítica reconocida como prerrogativa de todo ciudadano, oculta el propósito de destruir la democracia misma, la búsqueda activa del poder absoluto, del monopolio de la fuerza. En efecto: la democracia es ese régimen paradójico que ofrece a quienes quieren abolirla, la posibilidad única de prepararse a ello en la legalidad, en virtud de un derecho, e incluso de recibir a tal efecto el apoyo casi patente del exterior, sin que ello se considere una violación realmente grave del pacto social. La frontera es indecisa, la transición fácil entre el oponente leal, que utiliza una facultad prevista por las instituciones, y el adversario que viola esas mismas instituciones. El totalitarismo confunde al primero con el segundo, para así justificar el aplastamiento de toda oposición; la democracia confunde el segundo con el primero, por miedo a verse acusada de traicionar sus propios principios”.

Da en el clavo. Eso ha sido la condición que ha hecho posible el éxito de Andrés Manuel López Obrador y la posibilidad de destruir casi completamente a nuestra democracia, desde adentro, y con sus reglas.

“Llegamos así a esta curiosa situación […] en la que quienes quieren destruir la democracia parecen luchar por reivindicaciones legítimas, mientras que quienes quieren defenderla son presentados como los artífices de una represión reaccionaria. La identificación de los adversarios de la democracia con unas fuerzas progresistas, legítimas […] tiende a privar de consideración y a paralizar la acción de los que no quieren más que defender sus instituciones”, señala el famoso ensayo.

“Parece, pues, que el conjunto de fuerzas a la vez psicológicas y materiales, políticas y morales, económicas e ideológicas que concurren en la extinción de la democracia es superior al conjunto de fuerzas del mismo orden que contribuyen a mantenerla con vida. En una palabra, sus logros y sus beneficios no van a parar a su activo, mientras que paga sus fracasos, sus insuficiencias y sus culpas a un precio infinitamente más elevado del que sus adversarios pagan las suyas”. Para esto ha sido indispensable construir un relato fantástico y que la mentira, el veneno mortal de las democracias, se impusiera por medio de “los otros datos” del líder populista.

Este 1 de octubre comienza el año 7 del “nuevo régimen” del que tanto se ufana el presidente que lo hizo posible. Es un régimen sin contrapesos reales, donde los organismos autónomos están a punto de ser borrados, el poder judicial camina a ser sometido, y que parece dispuesto a trastocar las mismísimas reglas de la realidad.

No sabemos si López Obrador, el restaurador, respetará la regla de oro del priismo en que se formó: hacerse a un lado para dar margen de maniobra a su sucesora. Es dudoso, la misma Claudia Sheinbaum parece abierta a aceptar la tutela de su promotor. Una característica que definitivamente separa a la vieja “dictadura perfecta”, de lo que parece esta nueva autocracia, son justamente las ambiciones dinásticas (maximato) de su creador y la obstinación en que su agenda personal sea igual a la del Estado. El característico santanismo de su régimen podría condenarlo: el viejo PRI era extraordinariamente flexible, y se acomodaba al mundo sin perder sus controles. Era una maquinaria. En cambio, las construcciones basadas en una sola y potente personalidad, suelen ser efímeras. El tiempo será ineludiblemente el juez implacable de los delirios de grandeza de un enemigo de las instituciones. ¿Podrá evitar su condena?

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