DEVENIRES COTIDIANOS
Por Susana Ruvalcaba

No sé si el asunto de los lugares de moda tiene que ver con las ciudades grandes o simplemente con las personas. El gusto por ir a los lugares famosos, más publicitados o incluso populares por sus precios no es un interés que comparta con la gente. Por supuesto que disfruto de un platillo exquisito, un buen vino o un postre memorable. Pero cuando busco en la memoria, mis recuerdos más preciados tienen más que ver con el momento y la compañía y poco con los lugares.

Mi vida social empezó a ser –más- activa durante mis años de universidad. El tiempo dejaba mucho qué desear por aquél entonces y mis ocasiones para socializar implicaban la mayoría de las veces un menú de la cafetería universitaria –si acaso con un par de canciones de la rocola- y algún compañero/amigo con el que compartía la mesa. Mientras que las tardes/noches usualmente eran de café con refill en una cafetería que quedaba a dos cuadras de la escuela.

En el turno vespertino al que estaba inscrita, al menos la mitad de los alumnos estudiábamos y trabajábamos. Además de la escuela y la necesidad de trabajo, otra de las cosas que teníamos en común eran nuestros recursos económicos limitados. Ello implicaba que mientras nuestros compañeros socializaban sin empacho al calor de las cervezas en algún bar cercano, nosotros –la clase trabajadora- optábamos por bebernos un café de once pesos para el que a veces nos cooperábamos.

Éramos clientes frecuentes y hasta teníamos nuestra mesera predilecta. La llamábamos por su nombre y nos tomó cariño, porque aunque casi nunca dejábamos propina, siempre la incluíamos en nuestras conversaciones poco serias. Una vez –ya en el último cuatrimestre de estudio- se nos ocurrió regalarle flores, y lo hicimos.

Así es que aquella, una cafetería cualquiera, es uno de los sitios más memorables para mí, puesto que fue el escenario en el que compartí venturas y desventuras, sueños y frustraciones, letras y música. Un lugar al que, cada que vuelvo, recuerdo esos momentos en que a pesar de los tiempos difíciles fui feliz.

Guadalajara tiene otros sitios memorables: una biblioteca con jardín y fuente donde tuve una tarde romántica entre letras y charlas. La Paloma donde el café de olla siempre es un buen compañero de penas y glorias, el camellón de Chapultepec o la explanada del Expiatorio que ofrecen la oportunidad de caminar y conversar. La Casa del Mezquite que vio mi debut y despedida como actriz de teatro –pseudo- profesional, El Bar Barba Negra donde compartí la música de La Fachada de Piedra con propios y extraños y los domingos de bufete mexicano del Chai que terminaban en las tardes con hora feliz al dos por uno tan llenas de cosmopólitans, mojitos y long islands.

Dallas tiene la calle de los bares gay donde las noches empezaban con música country, algún dólar colocado en la ropa interior de un go go dancer, un rato más de baile y un show de drag Queens coronando la noche en la complicidad de los amigos. El cafecito francés donde el pan con mermelada era gratis ideal para las tardes de estudio y hambre, la comida mediterránea, el bufete brasileño o el de sushi, esos pequeños gustos que eran accesibles a nuestros bolsillos; el café que habría hasta pasada la media noche y al cuál llegábamos invariablemente después de una noche de concierto o de la Ópera, o el restaurante mexicano que se volvía pista de baile a partir de las diez de la noche donde nos olvidábamos del mundo y socializábamos al ritmo de salsa o de bachata.

No cambiaría una tarde al lado de un amigo, en el parque Rojo de Guadalajara bebiéndonos un café comprado en una tienda de conveniencia por una botella del vino más exquisito, ni una cena en casa de nuestros amigos en Hornsby por una en el restaurante más sofisticado, ni unos minutos de conversación íntima en el coche -a las puertas de casa de mis padres- por un día en el lugar más exótico del mundo.

La compañía para mí, es la que hace que un lugar sea memorable. Lo que se dice, lo que se comparte en cualquier sitio donde podemos ser libres y mostrarnos como somos, rotos y vulnerables, sin pena ni complejos, sin importar que nos vean o nos juzguen, sabiendo que nos escuchan y nos quieren, eso sí que nos marca y a veces –a manera de milagro- hasta nos transforma.

Ojalá su vida esté llena más de momentos íntimos que de lugares de moda. Cualquier excusa y cualquier les sean ideales para darse al otro y a recibir lo que el otro tiene para ofrecerles.

Porque este de ahora es el mejor momento para construir memorias.